Descarga el audio de la primera conferencia sobre la eterndad del mundo. José Manuel Redondo nos habla de Proclo.
Ciclo de conferencias ‘Sobre la eternidad del mundo’
El ciclo de conferencias Sobre la eternidad del mundo forma parte del proyecto PAPIME PE40711 y su organización está inspirada en el libro electrónico que se publicará próximamente como parte del mismo proyecto. Las conferencias están enfocadas a exponer de manera, clara, breve y concisa dicho problema, cuyos orígenes podemos encontrar en la filosofía de Proclo.
En la Edad Media, la problemática es abordada por diferentes autores, tanto occidentales como orientales, algunos de los cuales serán presentados en este ciclo de conferencias: Filópono, Averroes, Boecio de Dacia y Agustín de Hipona.
En términos generales, se pretende dar cabida a una problemática, y su tratamiento por dichos autores. Los cuales, por múltiples razones, frecuentemente quedan excluidos del salón de clases.
Las conferencias se llevarán a cabo los jueves, del 18 de octubre al 22 de noviembre de 2012, en la Sala de videoconferencias del Edificio Adolfo Sánchez Vázquez de la FFyL, a las 12:00 pm.
Bibliografía digital de Santo Tomás de Aquino
Algunas ediciones digitales de Santo Tomás de Aquino.
Opera Omnia Edición en latín de la Universidad de Navarra
Opera Omnia. Edición en latín e inglés. Sin responsable
Suma Teológica en castellano presentada por Hernán J. González
Suma teológica en inglés. New Advent
Suma contra gentiles en castellano sin responsable de la edición
Obras de Tomás en Documenta Catohlica Omnia
El ente y la esencia. En inglés. Medieval Sourcebook. Universidad de Fordham
El ente y la esencia. En italiano. Filo de Adriadnna.
Obras de Tomás en francés. Edicions du Cerf
Sobre el mal. Santo Tomás de Aquino.
Suma Contra Gentiles. Libro III.
CAPITULO VII El mal no tiene esencia alguna Por estas razones se verá cómo ninguna esencia es de suyo mala. Según se ha dicho (c. 6), el mal no es sino “privación de lo que un ser tiene y debe tener por naturaleza”; y éste es el sentido con que todos usan la palabra “mal”. Ahora bien, la privación no es una esencia, sino más bien “negación de substancia”. Luego el mal no es ninguna esencia en la realidad. Cada cual es según su esencia, y cuanto tiene de ser tiene de bien; porque, si lo que todos los seres apetecen es el bien, es necesario que el ser sea bien, dado que todos los seres lo apetecen. Según esto, es bien lo que tiene esencia; y como el mal y el bien son contrarios, síguese que nada de lo que tiene esencia es malo. Luego ninguna esencia es mala. Las cosas son o agentes o algo hecho. El mal no puede ser agente, pues todo ser obra en cuanto que existe en acto y es perfecto; ni tampoco puede ser algo hecho, pues toda generación termina en una forma y en un bien. Luego ninguna cosa es mala por su esencia. Nada tienda a su contrario, por que todos los seres apetecen lo que se les asemeja y les conviene. Mas todo ser, al obrar, intenta el bien, según quedó demostrado (c. 3). Por lo tanto, ningún ser, en cuanto tal, es malo. Toda esencia es lo natural de una cosa. Si está incluida en el género de substancia, es la misma naturaleza del ser. Si está en el de accidente, es necesario que sea causada por los principios de alguna substancia; y así será natural a dicha substancia aun cuando quizá no sea natural a otra; por ejemplo, el calor es natural al fuego y no lo es al agua. Ahora bien, lo que es malo de por sí no puede ser natural a nada, pues el mal es la privación de aquello que uno tiene y debe tener por naturaleza. Según esto, como el mal es la privación de lo que es natural a una cosa, no puede ser natural a nada. Luego lo natural de una cosa es su bien, y la privación de ello es su mal. Ninguna esencia, pues, es de por si mala. Todo lo que tiene una esencia, o ello mismo es su forma o tiene otra, porque todo se encuadra en el género o en la especie por la forma. Pero la forma, en cuanto tal, es buena, pues es principio de acción; además, lo son también el fin a que tiende todo agente y el acto por el cual es perfecto lo que tiene forma. Luego lo que tiene esencia es, por tal razón, bueno. En consecuencia, el mal no tiene esencia alguna. El ente se divide en acto y potencia. El acto, en cuanto tal, es bueno, porque en tanto un ser es perfecto en cuanto que está en acto. La potencia también tiene algo de bien, pues tiende al acto, como se evidencia en todo movimiento; y es, no contraria, sino proporcionada al acto; y está, situada en el mismo género; y la privación sólo la afecta accidentalmente. Luego todo lo que existe, sea lo que sea, siendo ente, es bueno. Por lo tanto, el mal no tiene esencia. En el libro segundo (c. 15) se ha probado que todo ser, de cualquier manera que sea, procede de Dios. Mas en el libro primero (cc. 28, 41) demostramos que Dios era bien perfecto. Por consiguiente, como el mal no puede ser efecto del bien, es imposible que haya un ente que, en cuanto tal, sea malo. Por esto se dice en el Génesis: “Y vio Dios ser bueno cuanto había hecho”. Y en el Eclesiastés: “Todo lo hace El apropiado a su tiempo”. Y en la primera a Timoteo: “Porque toda criatura de Dios es buena”. Y Dionisio, en el c. 4 “De los nombres divinos”, dice: “El mal no existe”, esto es, substancialmente, “ni es algo en las cosas existentes”, es decir, accidente, como la blancura o la negrura. Con esto se rechaza el error de los maniqueos, que afirmaban que algunas cosas eran malas por naturaleza.
CAPÍTULOS VIII Y IX Razones por las que parece probarse que el mal es una naturaleza o algo real [solución de las mismas] Parece que se podría rebatir la doctrina anterior con algunas razones. Cada cual recibe su especie por su propia diferencia específica. Ahora bien, el mal es, en algunos géneros, la diferencia especifica, a saber, en los hábitos y actos morales. Pues, así como la virtud es, según su especie, un hábito bueno, del mismo modo el vicio contrario es, según su especie, un hábito malo. Lo mismo cabe decir de los actos de las virtudes y vicios. Luego el mal especifica algunas cosas. Por lo tanto, el mal tiene esencia y es connatural a algunas cosas. Dos cosas contrarias tienen una naturaleza común, porque, si nada hubiera entre ambas, una sería con respecto a la otra una privación o una pura negación. Se dice que el bien y el mal son contrarios. Luego el mal es cierta naturaleza. Aristóteles, en los “Predicamentos”, dice que “el bien y el mal son géneros de contrarios”. Ahora bien, todo género tiene esencia y naturaleza, pues el noente ni tiene especies ni diferencias; por eso lo que no es no puede ser género. Según esto, el mal tiene esencia y naturaleza. Todo lo que obra es un ser. El mal obra en cuanto mal, pues se opone al bien y lo corrompe. Luego el mal, en cuanto tal, es un ser. Doquier se dan el más y el menos, ha de haber cosas sujetas a un orden, pues las negaciones y privaciones no son susceptibles de más y menos. Es así que, entre los males, uno es peor que el otro. Al parecer, pues, es preciso que el mal sea un ser. El ser y el ente se convierten. El mal existe en el mundo. Luego es ser y naturaleza. [CAPÍTULO IX.]–No es difícil resolver estas dificultades. Pues el bien y el mal, en lo moral, se ponen como diferencias especificas, según indicaba la primera razón, porque lo moral depende de la voluntad, y una cosa cae bajo el género de lo moral cuando es voluntaria. Sin embargo, el objeto de la voluntad son el fin y el bien; y por esto lo moral se especifica por el fin, así como las acciones naturales se especifican por la forma del principio activo. Por ejemplo, la calefacción se especifica por el calor. Luego como bien y mal se dicen con relación al orden universal al fin, o a la privación del orden, es necesario que, en lo moral, el bien y el mal sean las primeras diferencias. Puesto que en cada género ha de haber una primera medida. Ahora bien, la medida de lo moral es la razón; según en moral algo se dirá bueno o malo con relación al fin de la razón; porque, en moral, lo que recibe la especie de un fin conforme a la razón se llama específicamente bueno; mas lo que se especifica por un fin contrario al de la razón se dice específicamente malo. Sin embargo, este fin, aun cuando suplante al de la razón, es, no obstante, algún bien, como lo es lo deleitable con respecto a los sentidos, etc. De aquí que hasta para algunos animales sean bienes los deleites, como lo son también para el hombre cuando están moderados por la razón; y así sucede que lo que es malo para uno es bueno para otro. Y, por esto, ni aun el mal, considerado como diferencia específica dentro de lo moral, implica algo malo esencialmente, sino algo que en sí es bueno, pero malo para el hombre, porque destruye el orden de la razón, que es el bien del hombre. Y esto demuestra también que el mal y el bien son contrarios si se toman en sentido moral, pero no en absoluto, como indicaba la segunda razón; pues el mal, en cuanto mal, es la privación de bien. Del mismo modo puede interpretarse el dicho de que el mal y el bien, en sentido moral, son “géneros de contrarios”, que es en lo que se fundaba la tercera razón. Pues en las cosas morales contrarias, o una y otra son malas, como la prodigalidad y la avaricia, o una cosa es buena y la otra mala, como la generosidad y la avaricia. Por lo tanto, el mal moral es género y diferencia, no en cuanto que es privación de un bien de razón, que es lo que llamamos mal, sino por la naturaleza de la acción o del hábito ordenados a un fin que es opuesto al debido fin de la razón; por ejemplo, un hombre ciego es un individuo humano, no por ser ciego, sino porque es “este” hombre; y lo irracional es una diferencia del animal, no porque significa privación de razón, sino porque expresa una naturaleza qué implica carencia de razón. Puede añadirse también que Aristóteles llama géneros al bien y al mal no porque él lo sostenga, pues entre los diez primeros géneros, en cada uno de los cuales se encuentra alguna contrariedad, no los enumera; sino que lo hace siguiendo la opinión de Pitágoras, quien sostuvo que el bien y el mal son los primeros géneros y principios, añadiendo a cada uno diez primeros contrarios, a saber: bajo el bien colocó lo finito, par, uno, derecho, masculino, quiescente, recto, luz, cuadrado y, por último, el bien; y bajo el mal, los siguientes: infinito, impar, plural, izquierdo, femenino, movimiento, curvo, tinieblas, desigual y, por último, el mal. Y así también en muchos lugares de sus libros sobre lógica se sirve de los ejemplos de algunos filósofos como de cosas probables para aquellos tiempos. No obstante, dicha afirmación tiene algo de verdad, pues es imposible que lo probable sea absolutamente falso. Pues, en las cosas contrarias, una se considera perfecta y la otra disminuida, como si estuviera mezclada con cierta privación; por ejemplo, lo blanco y lo cálido son perfectos, pero lo negro y lo frío son imperfectos, como con una privación expresa. Y como toda disminución y privación pertenecen a la razón de mal, igual que toda perfección y complemento pertenecen a la razón de bien, síguese que, en los contrarios, uno parece estar comprendido bajo la razón de bien y otro bajo la razón de mal. Y, en este sentido, el bien y el mal parecen ser los géneros de todos los contrarios. Y por esto se ve también de que manera se opone el mal al bien, que fue el motivo de la cuarta razón. Pues según como se les mezclan a la forma y al bien, naturalmente buenos (y que son verdaderos principios de acción), la privación de la forma y del fin contrarios, la acción resultante de tal forma y de tal fin se atribuye a la privación y al mal, aunque accidentalmente, porque la privación, en cuanto tal, no es principio de acción alguna. Por esto Dionisio, en el c. 4 “De los nombres divinos”, dice bien que “el mal no lucha contra el bien sino en virtud del mismo bien, pues de sí es impotente y débil”, o sea, que no es principio alguno de acción. – Sin embargo, se dice que el mal corrompe al bien, no sólo obrando en virtud del bien, como hemos expuesto, sino también propia y formalmente, como se dice que la ceguera corrompe la vista, porque es la corrupción tal de la vista, igual que decimos que la blancura colorea la pared, porque es el color tal de la pared. Además, se dice que algo es con respecto a otro más o menos malo según lo que se aparta del bien. Así, pues, todo lo que importa privación aumenta o disminuye, como lo “desigual” o lo “diferente”; porque se llama “más desigual” a lo que está más lejos de la igualdad, y “más diferente” a lo que se aparta más de lo semejante. Por eso se dice más malo a lo que tiene mayor privación de bien, o sea, como más distanciado del bien. Y las privaciones aumentan, no porque tengan alguna esencia, como las cualidades y las formas, como objetaba la quinta razón, sino porque aumenta la causa privante; por ejemplo, el aire se hace más tenebroso cuando se multiplican los obstáculos de la luz, porque entonces está más lejos de participar de la luz. Se dice también que el mal está en el mundo, no como si tuviera una esencia determinada o fuera alguna cosa, como indicaba la sexta razón, sino en el sentido de que llamamos mala a una cosa por el mismo mal; tal como decimos que existe la ceguera u otra privación porque el animal es ciego por la ceguera. Porque el “ente”, como enseña el Filósofo en la “Metafísica”, se toma en dos sentidos: uno, en cuanto significa la esencia de la cosa, y así se divide en diez predicamentos: en este sentido ninguna privación puede llamarse ente. Otro, en cuanto significa la verdad de un juicio de composición; y así, tanto el mal como la privación se llaman ente, en cuanto que se dice que algo está privado por la privación.
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Lai de l’ombre
Aquí el texto sobre el encuentro con la amada a través de su imagen, al que aludí en clase.
A decir verdad, el tema del amor por una imagen está muy lejos de ser infrecuente en las literaturas romances medievales. Lo encontramos, por ejemplo, para quedarnos en el ámbito de la lengua oil, en una de las obras más delicadas de la literatura amorosa del siglo XIII, el poemita que lleva el título de Lai de l’ombre. El autor, Jean Renart, nos presenta un caballero, modelo de cortesía y de proezas, al que Amor ha traspasado con sus saetas y vuelto más loco que Tristán por Isolda. Después de varias vicisitudes, éste, que ha sido recibido en el castillo donde se encuentra su dama, le declara su amor y obtiene un rechazo. Durante el largo coloquio, que es una verdadera y propia justa de amorosa, el caballero, aprovechando un momento de distracción de la mujer, logra ensartarle en el dedo un anillo; pero cuando ella se da cuenta, lo manda llamar irritada y exige que lo vuelva a tomar. En este punto el enamorado, recuperando el anillo, cumple un acto de extraordinaria cortesía que la mujer se verá inducida por él a cambiar de opinión y a conceder todo lo que hasta hace poco había negado. Pero es mejor dejar la palabra a Jean Renart, porque la escena es sin duda uno de los pasajes poéticos más logrados del poemita, y tal vez de toda la literatura de Oil:
Al volverlo a tomar dijo: ¿Gran Merced! ¿Seguro que no se ha enegrecido el oro
si viene de ese dedo gracioso!
Ella sonrió, pues creía
que debía volver a ponerlo en el suyo;
él en cambio cumplió un acto de gran sentido
que después lo puso en gran alegría.
Se ha apoyado en el pozo
que sólo era de una toesa y media
de profundidad; y no dejó de discernir
en el agua, clara y limpia
el reflejo de la dama que era
la cosa que sobre todo amaba en el mundo.
-Sabed -dice- en una palabra
que no me lo llevaré conmigo,
sino que lo recibirá mi dulce amiga,
la cosa que más amo después de vos.
-¿Dios! -responde ella- Aqui estamos solos,
¿dónde la encontraréis tan pronto?
-Por vida mía, pronto os será mostrada
la valiente, la gentil que lo recibirá.
-Dónde está -Por Dios, vedla ahí
vuestra bella sombra que lo espera. El anillo toma y hacia ella lo extiende.
-Tomad -dice- mi dulce amiga;
ya que mi dama no lo quiere,
vos bien lo tomaréis sin inconveniente-
El agua se ha turbado un poco
con la caída que el anillo hizo
y cuando la sobra se deshizo;
-Ved -dice-, señora, ya lo tiene”
Giorgio Agamben.Estancias.La palabra y el fantasma en la cultura occidental. PRETEXTOS Valencia 2001. Traducción de Tomás Segovia. pp 124-125
Abelardo sobre Eloisa
CAPITULO VI.– De cómo, caído en el amor de Eloísa, se ganó una herida en alma y cuerpo.
En la misma ciudad de París había una muchachita, de nombre Eloísa, sobrina de un canónigo llamado Fulberto, el cual había procurado, con tanta diligencia como grande era su aprecio por ella, que avanzara lo más posible en todos los saberes. Ella, no ínfima por su belleza, era suprema por sus muchísimas letras. Y siendo esta prenda de la instrucción más rara en las mujeres, hacía a la niña tanto más valiosa, y le había dado gran fama en todo el reino. A ésta, pues, consideradas todas las cosas que suelen incitar a los amantes, juzgué más apropiada para la unión amorosa conmigo, lo que pensé conseguir muy fácilmente. Tanto renombre tenía yo entonces, y tanto me destacaba por mi juventud y belleza, que no temía repulsa alguna de cualquier mujer a quien juzgara digna de mi amor. Creí tanto más fácilmente que esta niña me correspondería cuanto más llegué a conocer su saber y amor por las letras, que nos permitiría, aún estando ausentes, hacernos mutuamente presentes a través de cartas mensajeras, y escribir con más atrevimiento que si habláramos, manteniendo así siempre gratos coloquios.
Totalmente enardecido de amor por la muchachita, busqué la ocasión de llegar a intimar con ella por el trato doméstico cotidiano y así llevarla más fácilmente al consentimiento. Para ello entré en tratos con su ya mencionado tío, por mediación de algunos amigos de éste, para que me recibiera en su casa —que estaba cerca de mi escuela— a cambio de la cantidad que fuera. Alegué como pretexto que las preocupaciones domésticas estorbaban muchísimo mis estudios, y pesaban sobre mí gastos excesivos. Ahora bien: él era muy avaro, y, tocante a su sobrina, estaba muy empeñado en que hiciera continuos progresos en las disciplinas literarias. Aprovechando esas dos circunstancias, conseguí fácilmente su anuencia y obtuve lo que deseaba, al codiciar él el dinero y creer que su sobrina recibiría de mí alguna enseñanza. Habiéndome encarecido mucho esto último, accedió a mis deseos más de lo esperado, y favoreció nuestro amor al confiarla por completo a mi magisterio, para que siempre que tuviera yo tiempo al volver de la escuela, de día o de noche, me dedicara a enseñarla, y la corrigiera con fuerza si la encontraba negligente. Muy sorprendido por su gran simpleza en este asunto, quedé no menos pasmado —en mi fuero interno— que si él hubiera confiado una tierna cordera a un lobo hambriento. Pues al entregármela, no sólo para instruirla, sino también para corregirla con energía, ¿qué hacía sino dar total licencia a mis deseos, y ofrecerme la ocasión, aunque fuera involuntaria, de ablandarla más fácilmente con amenazas y azotes, si no podía con halagos? Pero había dos cosas que le alejaban de sospechar algo vergonzoso: el amor a su sobrina, y la fama de mi continencia en el pasado.
¿Qué más diré? Nos unimos primero en una misma morada, y después en una misma pasión. Y así, con ocasión del estudio nos entregábamos por completo al amor, y los apartes secretos que el amor deseaba nos los brindaba el trabajo de la lección. De manera que, abiertos los libros, se proferían más palabras de amor que de estudio, había más besos que doctrinas. Más veces iban a parar las manos a los senos que a los libros; el amor desviaba los ojos hacia los ojos con más frecuencia que los dirigía hacia las palabras escritas. Para suscitar menos motivos de sospecha, el amor —no el furor— daba azotes de vez en cuando: con afecto, no con ira, para que así sobrepasaran en suavidad a cualquier ungüento.
¿Y qué más? Ningún paso de amor dejaron de dar los ávidos amantes, y añadieron cuanto el amor pudo imaginar de insólito. Y al tener poca experiencia de estos goces, con más ardor nos dábamos a ellos y menos se trocaban en hastío. Y cuanto más se apoderaba de mí el deleite, menos tiempo tenía para la filosofía y para dedicarme a la enseñanza. Me era muy enojoso presentarme en la escuela y permanecer en ella, e igualmente fatigoso no dormir, de noche a causa del amor y de día a causa del estudio. La tarea de enseñar me encontraba tan descuidado y tibio que en nada empleaba el talento, y en todo la rutina; ya no era más que un repetidor de hallazgos de antaño, y si conseguía componer algunos versos, eran amatorios, y no profundas cuestiones de filosofía. Muchos de estos versos, como ya sabes, todavía se repiten y cantan a menudo en muchos lugares, sobre todo por quienes disfrutan de una vida semejante a aquélla.
No son fáciles de imaginar la tristeza, quejas y lamentaciones de mis alumnos por esta causa, desde que empezaron a darse cuenta de estos afanes —o más bien trastornos— de mi ánimo. Pues a pocos podía ya engañar un caso tan patente; creo que a nadie, salvo a aquél con cuya ignominia tenía ello más que ver, es decir, el tío de la niña. Pues aunque algunos se lo habían insinuado a veces, no podía creerlo, ya fuera —como antes dije— por el afecto sin medida que tenía a su sobrina, ya fuera también por conocer la continencia de mi vida pasada. No es fácil, en efecto, sospechar lo vergonzoso en aquellos a quien amamos mucho, y en un amor intenso no es posible que se dé la mancha de una fea sospecha. De ahí también aquello de san Jerónimo en su carta a Sabiniano (Epistola 48): «solemos enterarnos los últimos de los males de nuestra casa, e ignorar, mientras los proclaman los vecinos, los vicios de nuestros hijos y cónyuges; pero aunque muy tarde, alguna vez acaba sabiéndose, y lo que todos ven no es fácil ocultarlo a uno solo». Así ocurrió también con nosotros, transcurridos unos cuantos meses.
¡Cuán grande fue el dolor del tío al enterarse! ¡Qué dolor el de los amantes al separarse! ¡Qué vergüenza me turbó! ¡Qué abatimiento me afligió ante la aflicción de la niña! ¡Qué ardientes congojas soportó ella a causa de mi vergüenza! Ninguno se quejaba de lo que le sucedía a él, sino al otro. Ninguno lamentaba sus desgracias, sino las del otro. La separación de cuerpos era unión máxima de espíritus, y más crecía el amor al negársele alimento, y haber pasado por la vergüenza nos hacía más desvergonzados, y nos importaba tanto menos ser pacientes de la vergüenza cuanto mejor nos parecía ser agentes de lo vergonzoso. De este modo, sucedió con nosotros lo que la fábula poética cuenta que ocurrió con Marte y Venus al ser descubiertos 18. No mucho después la niña supo que estaba encinta, y con gran júbilo me lo dijo en seguida por escrito, consultándome qué pensaba yo que debía hacerse. Entonces, una noche, según lo que habíamos concertado, en ausencia de su tío la sustraje a hurtadillas de la casa de éste, llevándola sin demora a mi patria. Allí vivió en casa de mi hermana hasta que dio a luz un varón al que llamó Astrolabio 19.
Casi enloquecido su tío tras haberse ella marchado, sólo quien tenga esa experiencia se dará cuenta del dolor abrasador y la vergüenza que lo invadieron. No sabía qué hacer contra mí, qué asechanzas tenderme. Si me mataba, o causaba algún daño a mi cuerpo, temía muchísimo que su muy querida sobrina, en mi patria, sufriera las consecuencias. No podía cogerme y encerrarme en un lugar contra mi voluntad, sobre todo estando yo muy sobre aviso, pues no dudaba de que él me atacaría en cuanto le fuera posible o se atreviera. Pero al fin, compadecido de su desmedida angustia, y acusándome a mí mismo de aquel engaño —del que era responsable el amor— como si fuese la mayor de las traiciones, acudí a verle en son de súplica, prometiéndole la reparación que él mismo determinase, fuera cual fuera. Alegué que nada vería en todo ello de asombroso cualquiera que hubiese experimentado la fuerza del amor, y recordase a qué ruina habían precipitado las mujeres incluso a los hombres más eminentes, desde el comienzo mismo del género humano. Y para apaciguarlo, me ofrecí a darle mayor satisfacción de la que podía esperar, uniéndome en matrimonio a la que había corrompido, con tal de que ello se hiciera en secreto, para no dañar mi reputación 20. El asintió, y mediante la palabra dada y los besos de él y de los suyos convino conmigo en la concordia solicitada, con lo cual me traicionaría más fácilmente.
Aquí el texto íntegro de la Historia Calamitatum en español.
Libros de Giordano Bruno traducidos al español
Aquí está la lista de los libros de Bruno que están traducidos al español, para la clase de Problemas de Historia de la filosofía. Se pueden descargar algunos desde Scribd.
Obra italiana
La cena de las cenizas, Traducción, introducción y notas de Miguel Ángel Granada, Editora Nacional, Madrid, 1984.
Mundo, magia, memoria, [Sobre la causa principio y unidad; Sobre el infinito universo y los mundos; Expulsión de la bestia triunfante; Sobre magia; Sobre la composición de imágenes], Segunda edición, Traducción y edición de Ignacio Gómez de Liaño, Biblioteca nueva, Madrid, 2007.
Cábala del caballo Pegaso, Traducción de Miguel A. Granda, Alianza Editorial, Madrid, 1991.
Los heroicos furores, Traducción de Ma. Rosario González Prada, Tecnos, Madrid, 1987.
Candelero, Traducción y estudio crítico de Teresa Losada, Ellago Ediciones, Madrid, 2004.
Obra latina
El sello de los sellos, (Sigillo Sigillorum), Edición, prólogo y traducción de Alicia Silvestre, Libros del innombrable, Zaragoza, 2007.
Otros
La expulsión de la bestia triunfante
Ya se puede descargar ‘La expulsión de la bestia triunfante’ de Giordano Bruno, para la clase de Problemas de historia de la filosofía. El libro se puede descargar por partes, directamente desde este sitio, o completo desde Scribd.
También se puede descargar la introducción a la versión de Ignacio Gómez de Liaño, publicada por Siruela.
01 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Prólogo Ernesto Schettino)
02 G. Bruno – La espulsión de la bestia triunfante (Epístola explicativa)
03 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo primero- primera parte)
04 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo primero-segunda parte)
05 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo segundo-primera parte)
06 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo segundo-segunda parte)
07 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo tercero-primera parte)
08 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo tercero-segunda parte)
09 G. Bruno – La expulsión de la bestia triunfante (Dialogo tercero-tercera parte)
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G. Bruno, La expulsión de la bestia triunfante (Libro completo-Scribd)
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Ignacio Gómez de Liaño – Giordano Bruno: Las imágenes del furor y la bestia
Resumen de declinaciones latinas
Ya está listo el documento con el resumen de las declinaciones latinas para la busqueda en La biblioteca ideale di Giordano Bruno. Si tienen alguna duda sobre alguna palabra en específico, pueden preguntarnos: @epriani, @kinemamemoriae en Twitter, o via Facebook.
San Agustín, sobre el mal
2.3. Cuando la Iglesia católica enseña que Dios es el autor de todas las naturalezas y sustancias, los que son capaces de comprender esta verdad concluyen que Dios no es autor del mal. ¿Cómo es posible que la causa del ser de todo lo que existe sea causa del no ser, causa de que pierda su esencia y tienda a la nada? Esto sería, a los ojos de todos, el mal general. ¿Cómo, pues, es posible que ese vuestro reino del mal, que según confesión vuestra, es el sumo mal, sea contrario a la naturaleza o sustancia, siendo él mismo una naturaleza y una sustancia; Si obra contra sí mismo, tiende a destruir su propio ser, y cuando lo logre realizaría el sumo mal; pero esto es irrealizable, porque, además de existir, es eterno. Luego la conclusión es que el sumo mal no es sustancia.
5.7, Vuelvo a insistir por tercera vez sobre la naturaleza del mal. El mal, contestaréis, es corrupción. ¿Quién podría negar que es esto el al generalmente tomado? ¿La corrupción no va contra la naturaleza? ¿No es ella la que daña? Pero mi respuesta es que la corrupción no es nada en sí misma; no es una sustancia, sino que existe en una sustancia a la que afecta. Esta sustancia, sino que existe en una sustancia a la que afecta Esta sustancia a la que la corrupción afecta no es la corrupción, no es el mal; porque una cosa que es atacada por la corrupción es privada de su integridad y de su pureza; si ella no tuviera pureza alguna de la que pudiera ser privada, no podría evidentemente, ser corrompida; y la pureza que ella posee no le puede venir sino de la fuente de toda pureza. Además, lo que se corrompe se pervierte; pero la perversión es privación de orden, y el orden es un bien, y, por consiguiente, aquello a que ataca la corrupción no está desprovisto de bien, y precisamente por no estar desprovisto de bien es posible que sea privado de bien por la corrupción.
Agustín. De las costumbres de los maniqueos. II, cap. 24